LA PRESENCIA DE DIOS
-Me vas a tener que cojer como a una jud�a en un
campo de concentraci�n.-
-No s� c�mo se coj�an a las jud�as en los campos
de concentraci�n.-
-Imagin�. Imagin�.-
Est� solo en ese gran living, amueblado por una
biblioteca que cubre dos paredes, un equipo de m�sica, del cual se escucha una
de las Polonesas, por Marta Argerich, una mesa de cedro, un div�n doble, y
cuatro sillas, todo bastante viejo y desordenado. Libros tirados por todas
partes, ropas en el suelo, en el div�n, zapatos junto a la biblioteca, el termo
y el mate sobre la mesa, entre repasadores medios quemados y sucios, ceniceros
llenos de colillas de cigarrillos, un par de zapatos de hombre junto al
ventanal, de
pie, all�, mira jugar al f�tbol a un grupo de muchachos, sobre material
sint�tico. Ella le hab�a pedido que la esperara, y entr� en su dormitorio.
-Ya voy, mi amor.-le dijo ella.-
-No hay apuro.-
-Me estoy poniendo linda para vos.-
-Lo s�.-
-�Qu� est�s haciendo?-
-Estoy sentado en una silla. Reci�n estaba
mirando, como juegan a la pelota, nn en la canchita de abajo.-
-Me tienen harta con los gritos. A veces est�n
hasta las dos de la ma�ana. No me dejan dormir. -y levantando m�s la voz, le
dice:-�Sab�s por qu� esos pelotudos, juegan todo el tiempo al f�tbol?-
-No.-
-Porque no cojen. Entonces las energ�as que no
gastan en cojer, las gastan pateando la pelota. Son unos pajeros.-
-Vos no pod�s hablar mucho. Sos bastante pajera.
Ten�s como una docena de consoladores.-
-No son todos consoladores. Hay vibradores.
Adem�s soy bastante cojedora, para la edad que tengo. Amigas mucho m�s j�venes,
cojen cada a�o bisiesto.-
-A prop�sito, �de qui�n son esos zapatos, que
est�n en la ventana?-
-�Qu� zapatos?-le pregunta ella, extra�ada.
-Esos que est�n tirados ah�.-
-No s�.-
-�C�mo que no sab�s?-
-No s�, sino s�, no s�. Ni idea de qu� zapatos
me habl�s.-
-Cuando los veas seguro que te vas a acordar.
Ten�s buena memoria.-le dice �l con un tono ligeramente ir�nico.
Se produjo un silencio entre ellos. El piano se
hizo m�s evidente. �l tom� un libro de una silla. Estaba abierto en la p�gina
sesenta y uno. Se puso a leer una parte marcada con l�piz: ''... Maya sigui�
acarici�ndome la espalda con sus dedos c�lidos hasta que recuper� la
erecci�n.
Ella me gui� en su cuerpo y, una vez adentro, me
sent� tan feliz que no me atrev�a a moverme por miedo de estropearlo todo. Al
cabo de un rato, ella me dio un beso en una oreja y me susurr�:
-Me parece que voy a menearme un poco.-
En cuanto empez� a moverse, descargu�. Maya me
dio un apasionado abrazo, como si mi actuaci�n hubiese sido lo m�s fabuloso que
hab�a visto en su vida. Envalentonado por su aprobaci�n, le pregunt� por qu� no
parec�a importarle la diferencia de edad.
-Soy un p�cora ego�sta -confes�- Lo �nico que me
interesa es mi propia satisfacci�n.-
Y seguimos haciendo el amor, mientras se apagaba
la tarde y llegaba la oscuridad. No he aprendido mucho desde aquellas horas en
las que el tiempo parec�a haberse detenido: Maya estuvo ense��ndome todo lo que
hay que aprender. Pero ''ense�ar'' no es la palabra; ella, sencillamente, se
complac�a a s� misma y me complac�a a m�, y yo iba perdiendo mi ignorancia. Ella
se deleitaba en todos los movimientos, o, simplemente, s�lo con tocar mis huesos
y mi carne. Maya no era de esas mujeres para las que el orgasmo es la �nica
recompensa por una actividad pesada: hacer el amor con ella era consumar una
uni�n, no la masturbaci�n interna de dos desconocidos en una misma cama.
-M�rame -me dec�a antes de correrse-, te
gustar�.-''
... Ella hizo su aparici�n en el living, vestida
con un desavill� rojo, atado a la cintura, dejando ver sus peque�os pechos y sus
largas piernas enfundadas en medias negras, sostenidas por ligas, que ella
le mostr�, abri�ndose el desavill�. Ten�a puestos unos zapatos negros de tacos
altos. Estaba ligeramente maquillada. Se adelant� unos pasos, y le pregunt�:
-�Qu� est�s leyendo?-
El, que la hab�a estado mirando desde que hizo
su aparici�n, le dijo:
-Gracias.-
-�De qu�?-
-Porque m�s que una puta, parec�s una
amante.-
-Sos muy gentil -le dijo ella, y como
desentendi�ndose de la observaci�n, repiti�:- �Qu� est�s leyendo?-
-Como una veterana, se coje a un pendejo.-
-Ah, Maya.-
-Exacto. Qu�, �and�s entreverada con un
pend�x?-
-Exacto.-le respondi� ella, a manera de eco.
-�Es el de los zapatos?-
-�De los zapatos?-
-Esos que est�n ah�.-le dijo �l, y le se�al� el
ventanal.
-�Esos? No, no son de Alejo, son de Jos�.-
-�Cu�l Jos�, el hist�rico o el actual?-
-El actual.-
-�No era que hab�as terminado?-
-S�, pero la semana pasada quiso verme...-
-�Y vos accediste?-le pregunt� �l,
afirmativamente.
-Que sutil sos.-le dijo ella, con un moh�n de
disgusto.
-�Te molesta que fume?-le dijo �l con un dejo de
iron�a, como respuesta a su peque�o gesto de disgusto, y sac�
un paquete de Camel Azul.
-Qu� gentil est�s hoy. Deb�s estar muy caliente.
Deb�s tener muchas ganas de cojerme, de romperme el culo.-
El encendi� un cigarrillo, y le dijo, siempre
con ese dejo de iron�a en la voz:
-�Quer�s uno?-
-Por supuesto.-
Y le pas� el cigarrillo que hab�a empezado a
fumar.
-Gracias.-le dice ella, mientras toma el
cigarrillo y lo lleva a sus labios.
El volvi� a sacar otro del paquete y lo
encendi�. Despu�s de dar unas pitadas, le dijo:
-�Cu�nto hace que nos conocemos?-
-Desde que me llamaba Matilde.-le contesto ella,
ech�ndole el humo en la cara.
-No me jodas, mujer.-
-�Qu�, te molesta?-
-Mucho.-
-�El humo, o que te ment�, cuando te dije que me
llamaba Matilde?-ahora su voz, tambi�n ten�a un dejo de iron�a.
-Las dos cosas.-
-Pero me coj�as muy bien, en el departamento que
ten�a en la calle Franklin, cuando cre�as que me llamaba Matilde.-le dijo ella,
acarici�ndole el pelo.
-Siempre te coj� bien.-se defendi� �l.
-Hoy me vas a tener que cojer como nunca. Porque
me vas a cojer, como la jud�a que soy.-
-�C�mo romp�s las pelotas, con eso de jud�a!-le
grit� �l.
-�Te molesta?-le dijo ella, mientras segu�a
acarici�ndole el pelo.
-Bastante.-
-Qu� te molesta, �que sea jud�a?-insisti� ella
sin agresividad, pero s� con intenci�n de fastidiarlo.
-Nunca me molest�, no s� por qu� me tiene que
molestar ahora.-le dijo �l en tono serio.
-Justamente porque te estoy hinchando las
pelotas.-
-Est�s brotada.-
-Reconozco-que a veces-suelo brotarme-por mi
condici�n de jud�a. Qu� quer�s qu� te diga, hoy me siento muy jud�a, muuuy jud�a
-se puso detr�s de �l y lo rode� con sus brazos, y le susurr� en un o�do:-
Tambi�n quiero decirte... que me siento muy puta...-
-Sos muy puta.-le dijo �l, con una voz que
comenzaba a tornarse seductora.
-Y a vos te gustan las putas.-tambi�n la voz de
ella, era seductora.
-A m� me gustan las putas, pero m�s me gusta que
la puta seas vos.-
-Decime c�mo soy desnuda. Dibujame con
palabras.-le pidi� ella, mientras intentaba hacer anillos con el humo del
cigarrillo.
�l le bes� primero una mu�eca, despu�s la otra.
Ten�a unas manos hermosas. Manos de pianista. Las bes�. Desde muy chica hab�a
estudiado piano. Antes de ir a la escuela ya sab�a partituras de memoria, y las
ejecutaba con bastante habilidad. No s�lo particip� en orquestas, lleg� a dar
conciertos sola. Todo eso se derrumb� a los diecis�is a�os. Cuando sorprendi� a
su madre con un primo haciendo el amor, en su propia casa, sentados en una
silla, ubicada frente al espejo de la gran sala donde estaba el piano, esa misma
sala y ese mismo piano, donde ella con su madre tocaban durante horas, juntas o
separadas. Desde ese d�a, nunca m�s se sent� a un piano. Igual sigue escuchando
m�sica. Mucha. Liszt, Brahms, Grieg, Debussy, Ravel, Chopin, Chopin. Suele
confesar, que a lo �nico que le es fiel es a la m�sica. Esta Polonesa, por la
Argerich, es una de sus preferidas. Respecto a la Argerich cuenta una historia,
donde dice que la conoci�, y que llegaron a estudiar juntas, y que ella, tocaba
mejor. En realidad �l no cre�a en esa historia, y en otras que ella le contaba,
pero tambi�n era conciente que con ella, todo puede ser. Cruzarse con un mendigo
en la calle, llevarlo a su casa, ba�arlo con sus propias manos, darle de comer,
met�rselo en la cama, y al d�a siguiente echarlo sin darle un pedazo de pan o
meterle unos pesos en el bolsillo.
-Tu cuerpo no es armonioso.-le dijo �l
-Pero igual te gusta.-
-Demasiado. Sos delgada de arriba. Desde los
hombros hasta la cintura. Ten�s tetitas de pendeja.-
-Ya a los quince, diecis�is a�os, las ten�a as�.
Nunca m�s crecieron.-
-Ten�s un vientre liso, llano, un ombligo
perfecto.-
-Te gusta acarici�rmelo con la pija.-
-S�, me gusta acarici�rtelo con la pija, y con
la lengua.-
-Con la lengua te gusta hacerme muchas
cosas.-
-Lamerte toda. Chuparte toda. Mamarte la concha.
Meterte la lengua en el agujero del culo, y quedarme all�, el mayor tiempo
posible. A partir de la cintura sos amplia de caderas.-
-Y eso que no tuve cr�as.-
-�Te hubiese gustado verte embarazada? �Dando de
mamar?-
-Para nada. Nunca quise tener hijos, y no estoy
arrepentida.-
-De concha sos estrecha. Muy cerradita. Cuesta
un poco met�rtela.-esto �l se lo dijo con una sonrisa que le abarc� el
rostro.
-Un par de empujoncitos, nada m�s. Me hac�s
doler un poco, pero me hace feliz ese peque�o dolor. Me produce placer.-al
rostro de ella, tambi�n lo gan� una sonrisa.
-Lo s�. Me gusta hacerte doler. Me gusta que ese
peque�o dolor te produzca placer. Est�s hecha para el placer.-el tono en que se
lo dec�a, era muy dulce.
-A todas le deb�s decir lo mismo.-le dijo ella,
pero no como reproche, como mimo.
-Qu� importa lo que le diga a las dem�s. Importa
lo que te digo a vos.-
-�Entonces... me vas a cojer como nunca...?-
-Ya te estoy cojiendo.-
-No exageres.-
-Seguro que est�s mojadita.-
-Por supuesto.-
-Ven�, ponete aqu� adelante, y dame las tetitas
que te las voy a chupar.-
Antes de obedecer, ella le mordi� el cuello.
Esper� que la sangre se concentrara en ese peque�o c�rculo, donde hab�a clavado
sus dientes, cuando eso ocurri�, una sonrisa de triunfo brot� de sus labios. Una
vez frente a �l, le quit� el cigarrillo de los dedos y lo puso en un cenicero,
hizo los mismos con su cigarrillo, lo dej� en otro cenicero. Ahora s�, solt� el
desavill� de la cintura, y dej� su pechos al alcance de la boca de �l. El los
bes� suave, lentamente. Luego los humedeci� con la lengua, suave, lentamente.
Ella tom� su seno derecho con la mano y lo introdujo en la boca de �l. �l lo
recibi� con dulzura. Ella disfrutaba de esa dulzura. Permanecieron as�, hasta
que ella quit� ese pecho de su boca y le ofreci� el otro. �l le dijo, en tono
bajo, pero grave:
-Gracias.-
-Mord�mela, despacito.-le pidi� ella.
El obedeci�. Mordi� ese peque�o fruto despacio,
suave, morosamente. El rostro de ella reflejaba placer. Un placer alejado de
todo exceso, de todo desorden, de toda violencia. Era un placer contenido, pero
no menos aut�ntico, menos real, menos leg�timo, que el otro, ese al cual el
deseo tambi�n aspira, y seguramente, m�s tarde, cuando el tiempo avance, y no
parezca detenido como parece estar ahora, llegar� el exceso, el desorden, la
agresi�n, ese otro rostro del amor, del erotismo, que nace del v�rtigo
existencial. Tanto ella como �l lo saben. En este instante estaban invadidos por
la dulzura, la ternura, la piedad. Sus agasajos mutuos, sus caricias, las
inflexiones de sus voces, todo era placer, dicha, j�bilo, felicidad contenida.
Unidos as�, lentamente, continuaron por un largo
instante, hasta que �l, en un impulso se quita ese peque�o seno de la boca,
hecha la cabeza hacia atr�s, y lo escupe, y escupe al otro peque�o seno, escupe
a los dos una y otra vez, y ella los ofrece para que �l los siga celebrando, y
sus celestes ojos se iluminan de alegr�a y todo su cuerpo estalla en una risa y
los escupitajos parecen infinitos y parecen no tener fin; pero los tienen, �l
vuelve a la lentitud, a la suavidad, a la ternura, vuelve a llev�rselos a su
boca, ella lo observa, lo deja hacer, lo deja obrar, ella, a su manera, lo
obliga hacer, a obrar, ella, con un movimiento preciso deja caer su desavill� al
suelo, s�lo quedan en su cuerpo las medias negras, sostenidas por las ligas, y
los negros zapatos de tacos altos. Su vientre llano, liso, su impecable ombligo,
su pubis, su sexo, sus amplias caderas, imponen su presencia, sometidos a la
luz, que llega a trav�s del ventanal. La escena se puede ver muy bien desde
algunos de los edificios vecinos, ellos lo saben, pero no les importa. Ella le
dice:
-Desvestite.-y lo ayuda a quitarse la ropa.
La camisa, el pantal�n, el slip, los zapatos,
las medias, van a reunirse con el desavill� rojo, que no s�lo conserva el olor
de ese cuerpo al cual serv�a, a�n posee su tibieza.
Por un momento se observan, se miran, se
recorren con las miradas. Avanzan. Se encuentran. Se acarician. Se besan. Ella
deja de acariciarlo. El contin�a acarici�ndola. El rostro. El cuello. Los
hombros. Todo, con el dorso de sus manos. Ella se deja acariciar. Los brazos.
Los peque�os pechos. El dibuja los contornos con sus dedos, �l los contiene en
el hueco de sus manos. Sus manos descienden por ese cuerpo que lo obsesiona,
desde el tiempo que lo conoc�a como de Matilde, y repet�a ese nombre:
''Matilde''-''Matilde''. A veces lo susurraba. A veces la llamaba a media voz,
como busc�ndola, como si ella no estuviese entre sus brazos.
El, totalmente desnudo, con su sexo erecto
avanza. Avanza sobre ese cuerpo que lo persigue tanto en los sue�os como en
las vigilias. Se abrazan. Se besan. Lengua contra lengua. El sexo de ella busca
el sexo de �l. El deja de besarla en la boca, y comienza a descender con sus
labios y su lengua por el delgado cuello de ella, y por sus hombros, a los que
compara con abismos arrojados por Dios, y se lo dice:
-Tus hombros son como abismos arrojados por
Dios.-
Y se lo repite. Se lo repite mil veces. Y ella
se lo agradece con palabras, con monos�labos, con breves, brev�simos susurros, y
a veces, con silencios.
Deja esos abismos. Ahora sus manos y su boca
vuelven a encontrarse con esos peque�os frutos, que vuelve a acariciar y a
saborear. Y as�, deteni�ndose por instantes, en brev�simos espacios, sigue
descendiendo: a su ombligo, a su pubis, a su sexo, aqu�, la pausa es m�s larga y
m�s afanosa, ella con sus suspiros hace todo m�s exigente, entonces �l se
prodiga con sus labios, con su besos, con su lengua, ella le acaricia el pelo,
la nuca, atrae, presiona esa cabeza que tiene entre sus piernas hacia ella,
hacia su sexo.
Comienza a andar hacia atr�s y lo arrastra a �l,
que la sigue de rodillas. Ella logra su objetivo, alcanzar con sus nalgas la
mesa. �l se hunde m�s entre sus piernas. Ella apoya las palmas de sus manos en
la mesa, y se alza hasta lograr sentarse en ella. Abre m�s sus piernas. El que
se vio obligado a separarse, se vuelve a hundir en ellas, va en busca de ese
bot�n rosado para unos, va en busca de ese p�talo rojo para otros. Ella en su
intento de echarse hacia atr�s y abrir m�s las piernas, tira el termo que
estalla en el piso, pero ellos no se detienen, �l sigue en su busca, ella
comienza a gemir, a jadear m�s aceleradamente, �l trabaja febrilmente hasta
conseguir rozar con su lengua ese p�talo rojo. Un cenicero y el libro que �l
estaba leyendo caen de la mesa.
La saliva de �l se mezclaba con esas otras
salivas, con esos zumos que manaban del sexo de ella.
-�Metemel�! �Metemel�!-le grita ella.
�l no se detiene, sigue concentrado sobre ese
p�talo rojo o bot�n rosado, sigue saboreando ese cl�toris, sigue bebiendo esos
jugos que manan generosamente de ese sexo, que bucea salvamente con su
lengua.
-�Metemel�! �Por favor, no seas hijo de puta,
metemel�!-le grita ella, mientras se retuerse sobre la mesa, y con sus manos y
pies va arrojando al suelo todo lo que encuentra a su paso.
El de golpe se detiene. Se pone de pie. Y le
dice, le ordena:
-Ven�. Vamos a la silla.-
Ella, no sin dificultad, baja de la mesa y lo
sigue. El, ya sentado en la silla, la aguarda con su sexo erecto. Ella se quita
los zapatos. Abre sus piernas, y violentamente se sienta sobre �l, y con una
mano toma el sexo de �l y lo introduce con desesperaci�n en el suyo.
-�Yo no s� c�mo carajo se coj�an a las jud�as en
los campos de concentraci�n!-le dice �l, mientras la penetra.
-�Yo tampoco! �Pero cojeme hijo de puta!
�Cojeme!-
-��Y qu� te estoy haciendo!?-
-�Quiero m�s, no entend�s que quiero m�s!-
-�Y vas a tener m�s, seguro que vas a tener
m�s!-
�l la agarra por debajo de los muslos, ella con
sus piernas se trenza al cuerpo de �l y se abraza a su cuello, �l, sin dejar de
penetrarla la alza, gira y se dirige al ventanal, al mismo sitio donde hab�a
estado mirando jugar al f�tbol, segu�an jugando al f�tbol.
-Mir�, ah� los ten�s a esos pajeros.-
-Me importan un carajo. Ahora me importa tu
pija. La quiero bien adentro.-
-�Y no la ten�s bien adentro?-
-La quiero m�s adentro.-le dice, y busca su
boca, y se la muerde.
�l tambi�n la muerde. Comienza a caminar con
ella en sus brazos. Dan vueltas por el living hasta llegar al div�n. Ella se
suelta de su cuello, �l quita su miembro del sexo de ella, ella se para sobre
sus largas piernas que siguen enfundadas en las medias negras, y �l le dice, le
ordena:
-Date vuelta y dame el culo.-
Ella se sube al div�n. Trata de encontrar la
posici�n precisa. El, con el sexo erecto la observa, y espera, impaciente.
Ella logra acomodarse. Le ofrece sus generosas
caderas, con sus bellas manos trata de separarlas, para que �l la penetre y �l
lo hace, introduce su miembro duro, tenso, en ese agujero que en este preciso
momento, para �l, es el centro del mundo. Salvajemente se introdujo en ese
abismo y salvajemente desea llegar a lo m�s hondo, ella tambi�n desea que llegue
hasta lo m�s profundo. Cuando �l buceaba en su sexo con su lengua, ella jadeaba,
gem�a, cuando la penetraba, gritaba, ahora a�lla, pero no como una amante, como
una loba, y no lo hace en un desierto sin nombre, clama en este living ca�tico,
que no s�lo es un reflejo de su alma atormentada, tambi�n lo es del alma de �l,
que avanza y retrocede dentro de ella, con desesperaci�n, en este preciso
instante se sienten invictos, invulnerables, inmunes a todo, tambi�n a la
muerte, en este preciso instante se reconcilian con Dios, aunque no exista.
�l se deja ir, descarga dentro de ella todo su deseo, todo su manantial caliente, toda su cal roja, y ella siente como esa cal roja, ese manantial caliente, todo ese deseo la invade, por eso a�lla como una loba, y como �l, siente la presencia necesaria de Dios.
@
LUISITO
Le
parece que no va poder, que no va a decidirse.
-�C�mo te va Juan Carlos?-
-Bien, bien. �Y a usted, do�a Emilia?-
-No
me llam�s do�a Emilia.-
-Y
usted no me llame Juan Carlos.-
-Juancito.-
-Emilia.-
-Emi.-
La
ten�a ah�, en pantalones y sac�n de piel, sonri�ndole. Ten�a que animarse, si no
le iba a pasar lo de siempre, no poder dormirse, si antes no se masturbaba
pensando en ella.
-�
Venga, pase, tengo algo para su hijo.-
-�Qu�?-
-Unos libros que le promet�. Pero venga, pase.-
-Anda a buscarlos, te espero.-
-Entre�-
-Te
espero.-
-Voy a creer que me tiene miedo, entre un minuto...-
-Bueno, pero un segundo, estoy apurada.-
Entr�.
-�Est� tu mam�?-
-No, no hay nadie. Bah, nadie no, est� Ner�n, el perro...-
-Basta que no me muerda.-
-Creo que est� atado.-
-�Ah, cre�s!-
�Ya
est� adentro�, pens� Juan Carlos. El perro movi� la cola en se�al de saludo. La
hizo subir a su cuarto.
-Qu� ordenado ten�s todo.-
-Mi
hermana.-
Juan Carlos temblaba. ��Y ahora?�. Se abalanz� sobre la mujer.
-Usted me gusta� Vos me gust�s�-
-Soltame, soltame�-
Emilia no hace muchos esfuerzos por soltarse. Fue m�s f�cil de lo que
Juan Carlos imagin�. Se besaron. Ella le ofreci� la lengua, Juancito se la
chup�, le chup� los labios, los ojos, las orejas, ella se aferr� m�s y m�s a �l� y en
un momento �l sinti� el calzoncillo mojado. Abajo, en el patio, Ner�n se puso a
ladrar.
Ya
desnudos en la cama, Juan Carlos se sent�a avergonzado.
-Te
pusiste nervioso, te asustaste.-
Ella trata de consolarlo, le acaricia el pelo, le besa el hombro, la
oreja, la recorre con su lengua, la cubre de saliva, la muerde suavemente,
mientras le dice:
-No
es nada, no tiene importancia. Si nos ponemos de acuerdo, la pr�xima vez no te
va a pasar esto, �eh? Vas a ver como todo va a salir de maravillas. �S�?-
-S�-
�Tanto miedo, tanto pensar, para llegar a esto��
-Juancito�-
-�Qu�?-
-
Sos blanquito, muy blanquito.-
-S�.-
-Se
te pueden contar las costillas, est�s flaco, igual que Luisito, una, dos, tres�
Dame un beso.-
La
besa en la boca, pero sin fuerzas, sin deseos, sin ganas. Emilia se arrodilla,
le brillan los ojos y tiene hilos de saliva en la comisura de los labios, lenta,
lentamente, muy lentamente le acaricia el miembro. Juan Carlos de espaldas, en
silencio, inm�vil, confundido, le dejar hacer, ella se inclina hasta alcanzar el
miembro con su boca, y comienza a chuparlo suave, suavemente, muy suavemente,
s�, �l siente las manos, los dedos, los labios, los dientes, la lengua, la
saliva, pero igual no tiene fuerzas, no siente deseos, no tiene ganas, y se echa
a llorar, entonces ella deja de insistir.
-No
es nada, no te preocup�s. Lo que pasa es que est�s nervioso. Vas a ver que la
pr�xima vez, cuando nos pongamos de acuerdo, todo va a salir bien.-
Emilia se levanta y empieza a vestirse.
-D�nde dej� las medias� Ah, aqu� est�n.-
En
el patio, Ner�n vuelve a ladrar.
-Luisito es puto.-
Emilia se vuelve y lo mira fijo.
-S�, es puto, es marica.-
-Sos una porquer�a, lo dec�s por lo que te pas� a vos, sos un pendejo de
mierda.-
-No, es puto. Yo me lo coj�.-
De
repente se vio tomado de los pelos, abofeteado, ara�ado.
-Repet�, repetilo� �qu� dec�s de mi hijo? �Qu� dec�s! �Qu� es qu�?-
-�Puto! �Qu� es puto!-
Luchan. Luchan. �l tiene gusto a sangre en su boca, ella le clav� las
u�as en los labios. �l la empuja sobre la cama, le arranca las pocas ropas
que logr�
ponerse y se arroja sobre ella, ella se defiende, se defiende hasta que siente
el sexo duro de Juancito y deja de defenderse. Ahora ella tambi�n, como �l, es
ganada por el deseo, el deseo del goce, del placer, del bien. Juancito le chupa
los pezones, se los muerde, le muerde las tetas, le echa la cabeza hacia atr�s
tir�ndole el pelo y la penetra, se mueve y la penetra, ella no s�lo abre m�s sus
piernas, tambi�n se mueve, gira con �l, disfruta con �l, �l encima de ella, ella
encima de �l, giran sobre las s�banas, sobre la almohada, �l la insulta, le
dice:
-�Puta! �Puta!-
Y
la penetra y la penetra, y la sacude y la sacude, y ella le dice:
-�S�, as�, as�! �As�! �Segu�, segu�!-
-�Le gusta? Perdoname, �te gusta? Claro que te gusta, si sos muy
puta,
muy puta, en este momento no te
importa que Luisito sea puto�-
-�Segu�, segu�!
-Luisito es puto, putooo�-
-�Sos un pendejo de mierda!, pero es verdad, en este momento no me importa lo que
me dec�s,
quiero que me cojas.-
-Es
puto, puto�-
-Cojeme, segu� cojiendome, sacudime, sacudime�-
All� afuera, en el patio, Ner�n sigue ladrando.
@
�A QUI�N
CONFIO MI TRISTEZA?
a la
memoria de Anton Chejov
Caminaba a lo largo del murall�n, con el Montgomery puesto sobre los
hombros, cuando lo sorprendi� la sirena de la papelera anunciando el fin de la
jornada de trabajo.
Los
�rboles con sus ramas desnudas, semejantes a brazos alzados, parec�an despedir a
esa figura silenciosa. Atr�s el camino se perd�a alcanzado por el bosque.
Los
dos carabineros apostados en el lugar de siempre, lo saludaron ceremoniosamente,
desde lo alto de sus cabalgaduras.
Ya
en el segundo cruce aparecieron los primeros obreros en bicicletas. Algunos
hablaban entre ellos a gritos, a trav�s de las bufandas.
La
c�pula de la iglesia se recorta severa contra el cielo plomizo.
Delante del Castillo, unos chicos juegan con sus tropos.
Por
la avenida un grupo de obreros avanzan ruidosamente, tienen la alegr�a de los
que esperan el descanso de fin de semana: unos ir�n al f�tbol, algunos a beber
cerveza, otros realizaran trabajos en sus casas.
En
la plazoleta la fuente de m�rmol, que tanto luce en las estaciones c�lidas,
tiene un aspecto de soledad y abandono que entristece, la mir� como si la viera
por primera vez: Apolo y Dafne, no parec�an Apolo y Dafne.
Se
decidi� por la calle de Los Reyes, flanqueada de casitas con sus techos a dos
aguas totalmente descoloridos.
Entra en la tabaquer�a. Compra tabaco para la pipa y sale. Parece que va
a dirigir sus pasos a la estaci�n del ferrocarril, pero apenas le echa una
mirada, y sigue sin detenerse.
Se
calza el Montgomery, se cubre la cabeza con la capucha y comienza a bordear el
camino. Atr�s quedan el murall�n del cementerio, la iglesia, la plazoleta, con
Apolo y Dafne, la estaci�n del ferrocarril, el Castillo, y tal vez, los chicos
jugando con sus trompos.
Algunos obreros en bicicletas avanzan en su misma direcci�n. �l es el
�nico que hace el trayecto a pie. Se ci�e el abrigo.
En
el puente se detiene, y se queda mirando esa mansi�n que eleva su perfil
pretencioso en medio de ese paraje invernal y solitario. El mon�tono murmullo
del agua, sube desde el fondo del arroyo. Observa esa estructura, que no s�lo le
parece extra�a, tambi�n la siente ajena, a pesar de haberla hecho construir �l,
hace treinta a�os. Una peque�a fortaleza.
-�Para qu�?-se pregunt� en voz alta.
Y
reanuda su camino.
Una
chata tirada por caballo se aproxima.
Abre el port�n y con paso resuelto cruza el jard�n hasta la entrada
principal, el sirviente ya junto a �l, le dice:
-Buenas tardes, general.-
-Buenas tardes, Manuel.-
Suben la escalera. En la sala se quita el Montgomery y se lo alcanza a
Manuel mientras le dice:
-Est� bien, puede retirarse.-
-Pero� �Y las botas?-se atrevi� a decir Manuel.
-Le
dije que puede retirarse.-
El
tono en�rgico no admit�a replicas. El viejo sirviente giro lo m�s r�pido posible
y sali�.
El
general se deja caer en la silla que est� frente al ventanal, y con sus grandes
manos se cubre el rostro. Parece vencido. Se siente vencido. Est� vencido.
Envejeci� de golpe, las arrugas que le surcan la frente parecen m�s profundas,
el cabello blanco m�s blanco, hasta la ropa que lleva parece m�s ra�da.
Todo hab�a sido repentino. Como un alud. Todo era como un sue�o a�n, una
horrible pesadilla. Despertar�a de golpe o no, de todas maneras ya nada ser�a
como antes.
El
era un soldado, hab�a estado en el frente de batalla y sab�a muy bien que era el
horror. Vio morir a su amigo, el general Valent�n, alcanzado por una granada en
pleno rostro, vio morir a sus mejores soldados, y a tantos camaradas de armas,
tambi�n �l enfrent� al absurdo rostro de la muerte, cuando fue herido, entonces
todo su valor se puso de manifiesto, no s�lo demostr� fortaleza f�sica, adem�s
un esp�ritu templado para afrontar las circunstancias m�s adversas, pero ahora
era distinto, ahora los ojos se le llenaron de l�grimas.
Deja el tabaco sobre la mesa junto a la pipa, al verla recuerda que se la
regal� ella, es una hermosa pipa, como le gusta a �l, una pipa de espuma de mar. La toma en su
mano. Tiembla, su enorme figura, ahora empeque�ecida tiembla, los sollozos lo
sacuden r�tmicamente.
-Victoria� Victoria� �Por qu�? �Por qu�?-
El
llanto, incontenible, cae por su rostro.
-�
Victoria� Victoria� �Por qu�? �Por qu�?-repite.
En
un repentino impulso arroja la pipa contra el suelo, mientras dice:
-�Por qu� Dios? �Por qu�?-
�l
sabe que esa pregunta es m�s que una pregunta, porque a Dios no se le pregunta
por sus decisiones, preguntarle a Dios en una ofensa, una blasfemia, pero su
dolor no se detiene ante nada ni ante nadie, y Dios no es una excepci�n, al
contrario, �l es el �nico que puede y debe responder� Pero el silencio llenaba
la habitaci�n, atravesaba las paredes, cubr�a el mundo.
Le
pareci� escuchar ruidos en la escalera. Tal vez pasos. Se puso firme, tratando
de contener el llanto, de armar su figura, de recuperar su invulnerabilidad,
subir al pedestal.
S�,
alguien se hab�a detenido ante la puerta. Prest� atenci�n.
-�Manuel, es usted?-
Como respuesta recibi� ladridos. Kurt, el fiel Kurt. Fue hacia la puerta
y la abri�. Es un hermoso animal, un ovejero alem�n, que enseguida husmea los
trozos de pipa en el suelo. El general se agacha y comienza a recogerlos. Toma
los trozos cuidadosamente, como si fuesen las alas de un pajarito herido. La
madera muestra sus nervaduras en carne viva. Los ojos vuelven a llen�rsele de
l�grimas.
Regresa al sill�n. Kurt se echa a sus pies. Se desabotona el cuello de la
chaqueta y a trav�s de las l�grimas va tomando una rara conciencia del decorado
que lo rodea, es su mundo cotidiano, sin embargo lo siente extra�o. All� est� el
piano, el piano al cual se sentaba Victoria, con su negra y larga cabellera que
le llegaba m�s all� de la cintura, sus manos eran dos orqu�deas blancas que
crec�an sobre el teclado, sentada al piano era la imagen misma de la m�sica, un
nocturno de Schumann o de Chopin.
-Kurt�-
El
animal alerta las orejas y alza la cabeza hacia su due�o.
-�
Nunca m�s se sentar� al piano� Nunca m�s� Ni jugar� en el jard�n con vos. Ni
entrar� corriendo y me besar� y dir� pap�, pap� Qu� hare sin mi ni�a� Qu� ser�
de este pobre viejo� S� Kurt qu� ser� Este piano no tiene sentido sin ella� Sin
su cabellera� Sin sus manos�-
El
perro, inm�vil, con la cabeza erguida, sigue la letan�a de su amo.
-�Nunca m�s vamos a ir a esperarla a la estaci�n� Te gustaba ir, �no
Kurt? A m� tambi�n. Estaba orgulloso de ella� Me gustaba que nos vieran juntos.
Nos miraban, murmuraban, algunos con respeto, con admiraci�n, otros con envidia,
esto no me importaba, nunca me hab�a importado, pero ahora s�, ahora me
importa�-
Se
levanta. Se aproxima al ventanal: unas sombras imprevisibles se alzan sobre los
pinos, sobre las ramas desnudas de los cipreses. Dos obreros en bicicletas se
alejan por el camino, seguramente se detuvieron a beber una copa antes de
retornar a sus hogares. El general se vuelve y fija su mirada en el cuadro que
cuelga de la pared, va hacia �l.
-�
Kurt�-
El
perro alza la cabeza hacia la voz.
-�
Ah� ten�a catorce a�os� Ah� est� igual a su madre, a la que casi no conoci�
Eso, eso que tiene entre sus manos, entre sus hermosas manos, es la cajita de
m�sica que le regal�, que le traje de Holanda. Qu� contenta se puso cuando la
vio, llor� de alegr�a. No sab�a c�mo agradecerme. Me besaba, me apretaba, me
abrazaba, hasta me llam� por mi nombre� Pedro� �Pedro!... Y ahora todo esto,
Kurt, qu� sentido tiene� Para qu� esta inmensa sala� Este piano� Ese cuadro
pintado al �leo� Al �leo� Qu� quiere decir al �leo, Kurt, qu� quiere decir�-
@
�POR QU� MIKE AMIGORENA NO ES BOBBY
FISCHER?
Maike dice que el personaje de �El Pacto� lo
estresa, algunos dicen que lo angustia, otros que tiene miedo, otros piensan que es un
pusil�nime, otros, porque adhiere al dise�ado de los modistos de la derecha
vern�cula, por eso adopta esas actitudes, adem�s vacila entre la verg�enza y la
cobard�a, por eso no hace p�blica su ideolog�a de pro party porte�a. Por eso no
escupi� sobre la mesa que estaba compartiendo con otros integrantes
del pro party, donde parece que le dieron manija o lo apretaron o directamente
lo amenazaron, para que se bajara del proyecto. Salivar sobre
esa mesa ser�a
como escupir sobre Clar�n, sobre el mism�simo Magnetto, y �l no puede escupir
aquello con lo cual se identifica, ser�a como escupirse asimismo, y nadie est�
obligado a declarar en su contra, en este caso, autoescupirse.
Se preguntaran qu� tiene que ver Bobby Fischer en todo
esto. En 1992 en Yugoeslavia, Fischer va a enfrentar, por segunda vez, en un match a Boris
Spassky, antes de comenzar el mismo, recibe un telegrama del Departamento de
Estado dici�ndole que no juegue all�, porque Yugoeslavia estaba sancionada por
las Naciones Unidas, que es lo mismo decir que estaba sancionada por Estados
Unidos.
Como Maike no es Bobby, Bobby tampoco es Maike. Entonces
qu� hace Bobby ante ese telegrama de apriete y/o amenaza: �Se estresa? No. �Se
angustia? No. �Tiene miedo? No. Por lo tanto no inclina el rey, como pretende el
Departamento de Estado. Como no era un cobarde ni un pusil�nime, llam� a
conferencia de prensa. �Y qu� hace frente al periodismo internacional?
Simplemente lee, en voz alta, el telegrama que recibi�, y al concluir su
lectura, dijo algo as�, como: ��Saben lo que hago yo con esto?� Y lo escupi�.
S�, lo escupi�, y no sobre Magnetto ni sobre Clar�n, sobre una orden de la
potencia m�s poderosa y c�nica del mundo.
Bobby no era el Che, no era un revolucionario, era una
persona noble, un hombre digno.
VICTORIO VERONESE